Historias de Pandemia: muy duro pero real

doloroso pero

Del muro de Daniel Gindel

 

Entre a la sala esa mañana. Lo vi nervioso, ansioso, inquieto y fatigado, pero lúcido.

Soy el médico -le dije-, casi gritando para que pudiera oírme, aislado por todo ese equipo que te despoja de humanidad y te transforma en un marciano, entre aparatos que no paraban de sonar y números con luces de colores.

Era joven, menor que yo, rondaba los 40 y pico. No tenía ninguna enfermedad. Me dijo que era profesor, que hacía días que estaba con un cuadro viral, y que después le vino mucha falta de aire.

Me dijo todo esto a través de una máscara, una de esas que le apretaba la cara y le largaba aire a presión. Yo miraba su saturación. 95% decía el monitor. Pero estaba muy fatigado. Respiraba muy rápido, como 40 veces por minuto o más.

Y cada vez que hablaba (no podía hablar mucho), caía la saturación y las alarmas del respirador pitaban como locas.

Yo lo miraba. Miraba al monitor. Lo volvía a mirar.

Sabía que si lo intubaba, sería un camino difícil, casi sin retorno. Él también lo sabía, o por lo menos, lo presentía.

Estoy mejor- me decía, entre lo poco que se entendía a través de la máscara, el sonido taladrante de la alarma del ventilador, que indicaba «frecuencia respiratoria alta».

Vamos a esperar un poco -le dije. Y vemos cómo estás.

Sonrió con agradecimiento, entre esa fatiga que apenas le permitía hablar.

Y me fui a seguir la visita.

Regresé al tiempo. Nada había cambiado.

Volví a observarlo desde los pies de la cama.

Me acerqué y le dije: te voy a tener que conectar a un respirador. No estás respirando bien.

Me contestó: espera un poquito, ya estoy mejor. Por favor, no me conectes a un respirador. Mira… ya me siento mejor.

Supe que adivinaba su futuro.

Me miró, y sin que le dijera nada, entendió que no habría vuelta atrás. Busqué las palabras para darle aliento, le dije que lo iba a dormir, como si lo fueran a operar, que no iba a sentir nada, que era para que los músculos descansaran, que en unos días iba a estar despierto de nuevo. Me miraba entregado. Ya no daba más.

Me quede mirándolo unos minutos. El tiempo era eterno.

Te voy a intubar -le dije.

Hizo un gesto con los hombros… Llame a mi compañero de guardia. Lo dormimos, lo intubamos. Lo conectamos al respirador.

Ya no sentía fatiga.

Sudando, con la escafandra empañada, la ropa pegada al cuerpo, las gruesas gotas de sudor que se deslizaban por mis cejas y caían por las patillas de mis lentes, miro hacia la mesa de luz. Veo su celular, y un cargador. El que hace poco estaba usando. Y el que sonaría en breve y nadie atendería.

Eran las 5 de la mañana. Estábamos agotados.

Salimos de la sala.

Nos olvidamos de él, nos tragó la vorágine del siguiente ingreso, y el siguiente… y el teléfono que no dejaba de sonar…

No mejoró.

A las 24 horas lo pronamos. Siguió haciendo fiebre. En las horas siguientes estuvo así, quieto, acostado boca abajo, esperando un milagro.

Volví a entrar la tarde siguiente.

Parecía que me hubiera estado esperando. Mire el monitor, vi la bradicardia, la hipotensión… En esos minutos en que me vestía para entrar, sabía que él había tenido razón. Sabia, en lo más profundo de mí, que él ya no estaba allí.

 

Dr. Daniel Gindel