El mate de Doña Rosa

Cualquiera podría haber pensado que un tanque del regimiento venía subiendo por la calle Arrospide.
Nosotros en cambio, conocíamos ese ruido metálico sobre el asfalto algo resquebrajado. Era Ricardo, con sus dos piernas afirmadas en el eje delantero movible de su kart artesanal, un carrito fabricado con maderas, cuatro rulemanes, clavos, bulones y una cuerda para controlar el eje de la parte delantera, donde se colocaban dos de los rulemanes más pequeños. Sus manos se movían como un relámpago, como remando sobre un río, sin importarle alguna piedrita que encontraba en el camino.
Así pasaba gran parte de la tarde. Se preparaba en la esquina más alta y desde allí se largaba en alocada carrera hasta pasar la vieja Bolívar.
Sonreía en todo su recorrido y para nada le preocupaba que alguna vecina le rezongara porque “no la dejaba sestear”.
Éramos amigos desde la niñez, crecimos juntos y además, ambos estábamos enamorados a pesar de tener apenas 12 años, de Esthercita, una hermosa muchachita rubia, de ojos celestes que vivía una cuadra hacia el centro. Cuando ella pasaba frente a nosotros, levantaba su mano y nos saludaba, pero yo estaba convencido que, al hacerlo, solo me miraba a mí. Y en esa parte romántica de nuestra historia en común, yo le llevaba ventajas porque con la rubia éramos compañeros en el liceo y nos veíamos y charlábamos prácticamente todos los días o le acompañaba de regreso a nuestros hogares ayudándola a llevar su bicicleta mientras caminábamos.
Con el tiempo, la esquina de “la largada” pasó a llamarse para muchos, la esquina del “loco”.
Pero ese loco, tenía posibilidades de tener “una máquina” de esa importancia. Parte del material lo obtenía con su padre herrero y su hermano carpintero y los rulemanes los mangueaba en un taller mecánico cercano.
Supe tener envidia de Ricardo. Lo admiraba con su pinta de Fittipaldi a toda la velocidad pasando por la puerta de mi casa. ¿Un día le dije “Me haces uno?” y a la semana, sonó la mano de bronce del llamador de mi puerta y me trajo el añorado regalo. Desde entonces, su pista también era la mía, aunque era un chambón para dominar mi kart y varias veces terminé arriba de la vereda.
Es que, por entonces, se complicaba rodar sobre el adoquinado. Para tomar envión, elegíamos la parte de la calle que había sufrido algún desgaste, pegada al cordón de la vereda. Le decíamos «lo liso». A lo liso lo elegíamos para el karting y en la hora de la siesta se convertía en nuestro territorio.
Doña Rosa que vivía en una de las últimas casas de la cuadra, antes del atardecer, aprovechaba el último calorcito del sol, para sentarse en el umbral de su puerta, a tomar mate y sentir al Rey en su cara.
Aquella tarde Ricardo no vino a corretear conmigo y decidí hacerlo solo, lo que resultaba menos competitivo e ingrato.
Era una hermosa tarde de otoño y Doña Rosa había dejado entre sus manos un mate a medio terminar y con los ojos cerrados parecía agradecer esa tibieza que llegaba desde el cielo.
En mi tercer periplo perdí el dominio de mi carro – aún no sé cuál fue la causa – y me fui sin control hacia la vereda de la vecina. Los rulemanes delanteros chocaron contra el cordón y al subir el resto, los de atrás pisaron los dedos de los pies de doña Rosa sin darle tiempo a ninguna defensa.
Y fue precisamente a sus pies que caí afirmando la rodilla que comenzó a sangrar y mi cara era una mezcla de dolor, de susto y de vergüenza.
Miré a doña Rosa esperando recibir un rezongo merecido, pero solo me dijo «¿A dónde vas tan rápido nene?» y largué el llanto.
Ella me tomó de la mano y mirándome a los ojos siguió: «Andá, no dejes de volar, pero fíjate que siempre puede haber un par de pies por ahí. Alas y pies son necesarios para volar bien».
Y me fui rápido a mi casa, donde me lavé la rodilla y después me puse un pantalón largo para que mamá cuando volviera del trabajo, no me descubriera.
Guardé mi kart en el galpón por varios días, como si él también tuviera culpa de lo que había sucedido.
Cuando pasé una mañana hacia el almacén de la esquina, Doña Rosa estaba sentada en el mismo lugar, mateando bajo el sol.
Ella me estaba mirando, como si me esperara. Creo que le pedí disculpas, creo que me sonrojé, creo que temblaba. «¿Querés un mate?», me dijo. Asentí con la cabeza.
El mate era amargo, era la primera vez que lo tomaba así. En casa, por costumbre que viene de mis abuelos, tomábamos mate dulce y a mí, cuanto más dulce, más me gustaba.
Debo haber puesto una cara de terror, porque Doña Rosa largó una carcajada.
«Botija, ya te vas a acostumbrar. El azúcar esconde el sabor del mate, como la velocidad esconde el camino. El mate amargo es la mejor compañía para descansar».
Creo que le di las gracias y me fui, con un sabor amargo y dulce en la boca. Cuando me encontré con Ricardo nada le comenté de mi última carrera.
Los días siguientes seguí corriendo a toda velocidad en mi carro de rulemanes.
El aprendizaje fue más lento que el de una caída.
El día de mi cumpleaños tocaron a la puerta. Cuando abrí, de un camión fletero bajaban una bicicleta que me la entregaron con un sobre a mi nombre. Con ansiedad e intriga le abrí y leí: “Para que amplíes el horizonte. Ahora podrás ir lejos, tan lejos como para comprender que la ciudad tiene límites. Pero anda despacio, si quieres llegar lejos y, sobre todo, no pierdas las ganas de andar. Rosa”.
Desde entonces, guardé para siempre mi kart de madera y fue la bici que me regaló Doña Rosa, compañera de todas mis “aventuras”, incluso saliendo a pasear en forma cada vez más asidua con Esthercita.
Han pasado más de 40 años. Conservo aún mi primera bicicleta como también la conserva ella.
Los domingos por la tarde, cuando el sol invita a disfrutarlo, Esthercita y yo salimos a bicicletear por las avenidas Churchill y Aldama, como cuando éramos estudiantes. Pero ahora con una diferencia: Luis y Estelita nos acompañan.
Nuestros nietos.
J.C.C