El arado
Con morosa fatiga va escribiendo su historia
por la página eterna, toda luz, de los campos.
Parece un San Francisco por lo pobre y prudente,
y va como hermano peregrino, descalzo.
Mi padre lo guiaba con la emoción despierta
y le hablaba lo mismo que si fuera un hermano.
Es lento y es seguro como el tiempo y el agua,
y como el tiempo deja su inexorable rastro.
Lleva una sombra: el surco. Y un solo amor: la tierra.
Él le hiende su carne y ella se da en milagro.
Dormitan las semillas en sus adentros tímidos
y se escuchan espigas en el aire templado.
Como lentas mareas, se presienten las viñas,
y los árboles nuevos, con su collar de pájaros.
Al estallar la aurora, comenzó su camino;
aún sigue caviloso, con el surco, el arado.
Obstinado, discurre sobre las pardas glebas,
tras la yunta, a quien sigue como un perro a su amo.
La noche se derrama sobre la tierra oscura
-el horizonte estrecha su neblinoso abrazo-,
y el cansancio nocturno lo tiende en la besana.
La reja es una luna sobre la paz del campo.
Autor: Antonio De la Torre