La decepción es una especie de bancarrota cuando se gasta demasiado en esperanza y expectativa.
El fútbol tiene la capacidad de conectar a las personas, especialmente en Latinoamérica donde ha llegado a convertirse en un evento cultural: al poner un pie en el estadio, mirándolo por TV o escuchándolo, el alma de los fanáticos se desborda, el fervor de los hinchas se contagia en el aire, las banderas se agitan y las gargantas vibran con cánticos a todo pulmón.
Este deporte tiene ese “no sé qué” que provoca un sentimiento de representación único, que trasciende a los seguidores habituales y logra que gran parte de la sociedad lo perciba como un patrimonio.
Y para los uruguayos el fútbol más que un deporte es pasión, arte y mucha adrenalina y queda demostrado en este Mundial que no ha tenido un final feliz para nosotros.
Durante varios días las calles se llenaron de banderas y muchos se pusieron la camiseta celeste y salieron a lucirla con altivez. Por eso las ventanas o frentes de los domicilios colgaban la bandera uruguaya o colores celestes y leyendas de aliento.
Por eso los niños que suelen juntarse en la esquina para jugar un picadito, lo hicieron ahora con los colores de nuestra selección, y en cada jugada, la emulación a Suarez, a Bentancur, Valverde y tantos otros, en una amistad compartida y con sentido de pertenencia.
Por eso hoy, cuando Uruguay quedó por el camino, lentamente, con resignación y tristeza, comenzaron a arrearse las banderas.
El niño de la vecina y el otro de la casa de enfrente, ya no se juntaron en el medio de la calle y lloran en forma solitaria.
Hay decepciones que calan muy hondo y dejan huella en nosotros. Sin embargo, cuando a pesar de todo alcanzamos eso que no esperábamos, la esperanza vuelve a iluminarnos.
Porque siempre es posible volver a ilusionarse.
Frase del título: Eric Hoffer, escritor y filósofo estadounidense.