editorial

Podía haberme quedado junto a la estufa, porque tenía formas de lograr imágenes e información de la marcha de la tarde de este viernes. Pero entendí que debía estar allí.

El ojo de la cámara tiene un objetivo deliberado: registrar algunos momentos del tránsito de cientos de coterráneos, con pancartas o cánticos, movilizándose porque están preocupados. Y en la esquina del Juzgado, frente a Jefatura o en la lectura de la proclama, el trabajo está cumplido.

El ojo de la cámara -de proverbial inteligencia- se apaga, para descansar unas horas, y reaparecer cuando algo nuevo suceda, pero el ojo del fotógrafo se queda en los rostros y palabras de aquellos sus vecinos que han hecho casi el milagro de juntarse en un alerta necesario.

La opinión pública está conmovida y no hay espacio para opiniones encontradas. La opinión pública está en su gloria: puede vociferar con sagrada impunidad. Protestar, exigir, sentenciar, excomulgar, castigar.

No es un coro de voces contra alguien en particulr. Es un grito reclamando acciones a todos los que tienen que ver con lo que pasa en Durazno. Y sin moverme, desde el mismo lugar de mi función periodística, me sentí uno más de esos muchos que sacudieron la modorra pueblerina, cuando la acción humana se transforma en acción social ya que se ha herido la conciencia colectiva.

Si no lo hubiera hecho, sería en vano estremecernos con lo que le pasó a los colegas Estela o a Fabricio.

Son situaciones que no se pueden eludir, a las cuales no se puede ser indiferentes.

Cuando la violencia es públicamente visible, más repugnancia despierta. Pero cuanto más visible, más muda, y cuanto más muda, más incomprensible.

Cuando revisé las fotografías sacadas hoy comprendí que en lo personal, hay circunstancias que hay que estar.

La foto es secundaria.

 

Por Jesùs Correa