El aroma del pan caliente
Por Carlos Fariello
En las vacaciones los mandados al molino de Filippini, es decir a la venta de pan y otros productos fabricados allí, era un disfrute.
Se preguntarán por qué.
Pues, ya antes de partir de la puerta de mi casa me imaginaba el olor del pan caliente, aroma que era más real y embriagante cuando me iba acercando al viejo local de la esquina de Treinta y Tres e Ibiray.
El pan francés, la galleta de campaña grande y de inmaculada masa interior, las rosetas que luego en casa rellenaba con salame, lo grisines, y toda la sinfonía de sabores que mi cerebro podía imaginar estaban allí a mi disposición.
Sobre las largas bandejas, descansaban de su estancia en el horno, cocidos y con su cáscara crocante, diversos tipos de panes, esperando a la clientela matutina mientras el sol se colaba por las ventanillas que daban a la calle Ibiray, por una puerta que daba a esa tenía lugar el expendio de las bolsas de harina y otros productos de la molienda que se hacían en el edificio del fondo.
Recuerdo el mostrador con el muestrario de todos los tipos de fideos secos que se fabricaban.
También recuerdo a la señora de túnica blanca que, en la caja, detrás de un vidrio, cobraba, y el ritmo incesante de la panadería.
Por los inviernos, además del pan, compraba el gofio, tradicional complemento de la merienda con leche o solo con azúcar.
¡Era el primer mandado del día y cómo lo disfrutaba!
Foto: Disman Anchieri.