Los afectos a través del mostrador.
Por Carlos Fariello.
Los espacios de intercambio social, o de socialización, eran entonces los comercios, sobre todo en los barrios.
Allí se comerciaba, se establecían vínculos y amistades, se compartía información, en síntesis, para muchos, buscar o comprar era el pretexto para aprender a convivir en sociedad.
El valor comunitario de los boliches de barrio, desde el bar hasta los almacenes, era y es impagable.
Estaba la libreta, el pago mensual y hasta el crédito exento de toda usura desmedida y antipática, y eso existía por una mezcla de empatía y confianza.
Luego vinieron los de autoservicio y los supermercados, y los shoppings y toda esa maquinaria de la sociedad de consumo con una consigna “Vení, gastá y comprá hasta lo que nunca imaginaste comprar, total no nos importa un carajo quien sos”.
La modernización impuso sus reglas antisociales y el encanto de ir a comprar un kilo de yerba y agregarle el plus aquel que daba el intercambio en el almacén se fue extinguiendo.
Las nuevas generaciones no entenderían si les dijéramos lo que se disfrutaba al salir de compras por los comercios de la ciudad. No había luces ni cartelería de colores, ni escaleras mecánicas, ni tarjetas de crédito, solo existía un poco más de humanidad compartida, manos extendidas y aquella sensación ya perdida de afecto y libertad.