Los corsos de agua.
Por Carlos Fariello
Hoy y dada la compleja situación por la que atravesamos, estarían prohibidos, pero como nos divertíamos.
Era una experiencia impagable donde grandes y chicos vivían otra expresión de los siempre calientes y carnavaleros febreros.
Se pedía autorización, se cerraban tres o cuatro cuadras de una calle y cuando quedaba libre de vehículos con tarros, baldes, tanques y pomos se daba rienda suelta a lo que era una verdadera bacanal del agua.
Jugar con el líquido, mojar y mojarse, sorprender, gritar y correr, daban la impronta de una sana y ruidosa diversión que, a veces, tenía lugar a la hora de la siesta.
Los que no participaban miraban a través de las celosías o las ventanas entornadas.
Se prohibía mojar a quienes iban de paso al trabajo.
Bajo el sol de la tarde varias idas y vueltas, incluso con música de algún altoparlante, conformaban lo que llamábamos el corso de agua.
Muchas veces se entreveraban también algunas personas con disfraz.
Una tradición de barrio hoy lamentablemente perdida.