barquito

Por Carlos Fariello

A la salida del sol la lluvia ya había cesado, luego de haber caído toda la noche sobre los humildes y castigados techos de chapa.

Quedaban ahora los charcos alrededor de las casas.

La calle ya era toda como un espejo de agua. La creciente estaba ahí.

Mientras los gurises iban saliendo, de a uno, por detrás de la cortina que cerraba la abertura donde antes había existido una puerta, el barrio se desperezaba.

Cruzando la portera que daba al borde de la calzada, varias piecitos de la chiquilinada se habían metido, hasta el tobillo, entre el barro y el agua, y sus manitos iban poniendo, de a uno, barquitos de papel de diario y de estraza en la correntada.

Uno de los gurises, de motitas apretadas y tez color café, había largado en la creciente su embarcación con la esperanza que trajera, a su regreso, los juguetes que los Magos de Oriente no habían podido dejarle en la noche de Reyes.

Otro había puesto unas florecillas amarillas porque pensaba que en lo más profundo del río, allá muy lejos, su abuelita, que los había dejado hacía unos meses, las iba a recoger.

Pero, Mariela, esperaba sentada en la orilla de la calle, despeinada y con los pies mojados, bostezando de tanto en tanto, a que retornara su barquito, el de la creciente anterior, quizás con noticias de su padre que se había ido a la capital a buscar laburo, para dar sustento a sus ocho hermanos, y desde el verano pasado no se sabía nada de él.

Aseguraba que la esperanza es al menos lo último que se pierde.

El sol subía mientras el improvisado embarcadero adquiría cada vez más febril actividad. A los fondos se empezaba con los aprestos de otra inminente evacuación y se amontonaban colchones, algunas ropas de abrigo, mesas, sillas y algún que otro desvencijado mueble.

El camión no tardaría en llegar.

A los lejos una nueva tormenta amenazaba mientras los gallos cantaban por las dudas o por si acaso.