En la vejez, lo más caro no es un medicamento, no es una operación ni un bastón.

Días pasados Oscar Renán Arévalo escribía y la duraznense Yolanda Silva Navas compartía, una reflexión sobre la vejez.
Al leerla, mis recuerdos retrocedieron a mi niñez en el barrio “Puerto de los barriles” y a Don Baylón Vargas que vivía en un rancho a tres casas de la nuestra por la entonces calle Paysandú.
Solitario, de pocas palabras, pero, sin embargo, me dejaba sentarme a su lado y escuchar sus cuentos de Saravia, de Aquino al que decía haberlo conocido. Pero cuando le preguntábamos por su familia – tenía dos hijos – se le humedecían sus ojos y cambiaba el tema porque dolían años de ausencia.
Era notorio que la soledad que más le dolía era la del alma.
Por eso me permito reproducir el texto de Arévalo, con la seguridad de que la melancolía y tristeza de Vargas no debe ser una excepción.
“En la vejez, lo más caro no es un medicamento, no es una operación ni un bastón. Lo más caro es el silencio… ese silencio frío, pesado, que no se oye con los oídos, pero que golpea el alma.
Es el silencio que llega cuando los hijos no llaman, no escriben, no visitan; cuando el teléfono se convierte en un objeto mudo y la casa, que alguna vez fue un refugio lleno de risas, ahora solo escucha el tic-tac implacable de un reloj que parece marcar la soledad.
Ese vacío no se llena con dinero ni se cura con pastillas.
Es un dolor invisible, pero constante, que no sangra por fuera, pero desgasta por dentro.
Y lo más doloroso no es la soledad en sí… es el recuerdo.
Es saber que un día entregaste todo: desvelos por una fiebre, trabajo extra para que no faltara el pan, paciencia infinita para enseñar a caminar, a hablar, a soñar.
Es recordar que diste amor sin condiciones y que hoy, en pago, no llega ni un– «¿Cómo estás?», ni un – «Te extraño».
Muchos padres envejecen mirando por la ventana, esperando una visita que nunca llega.
Algunos inventan excusas para justificar la ausencia de sus hijos:
– «Están ocupados»,
– «Tienen su vida»,
– «Seguro vienen el domingo».
Pero los domingos pasan… y el sillón sigue vacío.
Y entonces, cuando la muerte finalmente llega y el cuerpo ya descansa en silencio, aparecen todos. Aparecen con flores costosas, palabras bonitas, lágrimas sinceras o fingidas, y un arrepentimiento que ya no puede reparar nada. Porque el amor que no se da en vida se convierte en deuda eterna, y el tiempo que no se entrega se convierte en culpa.
No esperes el ataúd para estar presente.
No uses la excusa del trabajo, de la distancia o del “después”.
El después muchas veces nunca llega.
Ve hoy, llama hoy, abraza hoy.
Escucha esas historias que ya conoces de memoria, pero que tus padres necesitan contarte una vez más.
Porque el amor más valioso no es el que se pronuncia en un funeral, sino el que se entrega mientras el corazón del otro aún late para sentirlo. Y ese, si lo das a tiempo, no tiene precio… pero si lo dejas pasar, se convierte en la deuda más cara de tu vida”.