No hay lugar como el hogar, excepto la casa de los abuelos…
Cuando éramos pequeños, visitábamos a la abuela Faustina en su modesta vivienda del barrio La Amarillla, a poca distancia de la vía. Nos sentábamos junto a ella alrededor del bracero que permanecía encendido solo con algunas ramitas que le ponía de cuando en cuando. Y en su pequeña jarra esmaltada de color marrón, disfrutábamos nuestros primeros mates, generalmente dulces, con algo de cascarilla.
Visitar a la abuela era una especie de ritual, inolvidable. Y me consta que para mis hijos y los hijos de mis hermanos, los ratos compartidos con la abuela Reina también son imborrables.
Visitar a los abuelos enriquece la niñez, fortalece el corazón y debería ser una materia obligatoria en la escuela de la vida para los nietos de hoy. Por eso nos permitimos compartir esta reflexión que encontramos en el muro de la amiga Ana Montes:
Cuando se cierra la casa de los abuelos
Uno de los momentos más tristes de nuestras vidas llega cuando se cierra para siempre la puerta de la casa de los abuelos, y es, que al cerrarse esa puerta, damos por finalizados los encuentros con todos los miembros de la familia, que en ocasiones especiales cuando se juntan, enaltecen los apellidos, como si de una familia real se tratase, y, llevados siempre por el amor a los abuelos, cual bandera, ellos (los abuelos) culpables y cómplices de todo.
Cuando cerramos la casa de los abuelos, damos por terminados además, las tardes de alegría con tíos, primos, nietos, sobrinos, padres, hermanos e incluso novios y novias pasajeros que se enamoran del ambiente que allí se respira.
Ni siquiera hace falta salir a la calle, estar en la casa de los abuelos es lo que toda la familia necesitaba para ser feliz.
El año pasa mientras esperas estos momentos, y sin darnos cuenta, pasamos de ser niños abriendo regalos, a sentarnos junto a los adultos en la misma mesa, jugando desde el postre del almuerzo, hasta el aperitivo de la cena, porque cuando se está en familia el tiempo no pasa y el aperitivo es sagrado.
Las casas de los abuelos siempre están llenas de sillas, nunca se sabe si un primo traerá a la novia, a un amigo o al vecino, porque aquí todo el mundo es bienvenido.
Siempre habrá un termo con café, o alguien dispuesto a hacerlo.
Saludas a la gente que pasa por la puerta, aunque sean desconocidos, porque la gente de la calle de tus abuelos es tu gente, es tu pueblo.
Cerrar la casa de los abuelos es decir adiós a las canciones con la abuela y a los consejos del abuelo, al dinero que te dan a escondidas de tus padres como si de una ilegalidad se tratase, a llorar de risa por cualquier tontería, o a llorar por la pena de los que se fueron demasiado pronto.
Cerrar su casa es despedirse de la emoción de llegar a la cocina y destapar las ollas, y disfrutar el plato de » las animas».
Así que si tienes la oportunidad de llamar a la puerta de esa casa y que alguien te abra desde dentro, debes aprovecharla cada vez que puedas, porque entrar ahí y ver a tus abuelos o a tus viejos, sentados esperando para darte un beso es la sensación más maravillosa que puedas sentir en la vida.
Si resulta que ahora nos toca ser abuelos, y ya nuestros padres no están, nunca perdamos la oportunidad de abrir las puertas a nuestros hijos y nuestros nietos y celebrar con ellos el don de la familia, porque solo en la familia es donde los hijos y los nietos encontrarán el espacio oportuno para vivir el misterio del amor a los más cercanos y a los que les rodean.
Disfruten y aprovechen la casa de los abuelos, pues llegará un momento en que en la soledad de sus paredes y rincones, si cierras los ojos y te concentras, podrás escuchar tal vez, el eco de una sonrisa o un llanto, atrapado en el tiempo, del resto, puedo decirte, que al abrirlos, la nostalgia te atrapará, y te preguntarás, ¿por qué se fue todo tan de prisa?
¡¡¡Y será doloroso descubrir que no se fue… lo dejamos ir!!!