Poco a poco y a medida que la tecnología va ganando terreno, paralelamente van desapareciendo aquellos viejos oficios, por más que aún hay quien se ocupa de hacerlos perdurar, tal vez con ciertas limitaciones y en algunos casos aggiornándose con tecnología incorporada.

Oficios como el lechero -aquel que llevaba en un carro la leche cruda recién ordeñada-, al igual que el frutero, que en volanta, (especie de carro de dos ruedas grandes tirado de un solo caballo) recorría las calles, eran típicas tareas que ya no se ven. Actividad tan en desuso como la del colchonero, el hojalatero,  y otras como el guasquero, el arenero, el ladrillero o el alambrador, que se circunscriben a ciertos lugares puntuales casi todas emparentadas con el campo o al menos en zonas rurales.

Sin embargo hay un oficio antiguo,  que se niega a perderse en el olvido y por el contrario aun con la tecnología como principal “oponente”, resulta elemental en cualquier casa, en cualquier negocio gastronómico… nos referimos al afilador, aquel que con una piedra de esmeril montada por un sistema de engranajes y correa en una bicicleta se paraba en cualquier esquina haciendo sonar una flauta anunciando su llegada.

Aún recuerdo y me parece sentir su silbido en las calles de tierra del Puerto de los barriles.

Me parece que aún estoy viendo la piedra de afilar que en sus rápidas evoluciones despedía por la tangente, al contacto del acero, una corriente de veloces chispas, semejantes a la cola de un pequeño cometa; y como era mi costumbre no apartar la vista de la máquina mientras hablaba con el Júpiter de aquellos rayos, el fenómeno ha quedado vivamente impreso en mi imaginación.

El afilador, el de antes o el de ahora: un mismo oficio que poco ha cambiado con el tiempo.