Cuando el fuego conmovió a Durazno
Se recordó días pasados un nuevo aniversario del incendio que provocó la destrucción de gran parte del edificio de la Iglesia San pedro, en 1967. Por haber sido testigos de tal suceso histórico, nos permitimos publicar una nota que escribiéramos hace unos años, donde contábamos aquella experiencia de nuestra juventud.
El 23 de mayo de 1967 Durazno despertó más temprano de lo corriente. Ulular de sirenas y un resplandor que comprendía toda la ciudad, dominaban la escena dantesca de la Iglesia San Pedro, consumida por las llamas. El destino quiso que personalmente viviera una experiencia que nunca olvidaré.
Aquella noche, los hermanos Anzalás, que venían esporádicamente a la ciudad, me habían invitado a ir al cine. Eran los tiempos en que en el Español comenzaban a proyectarse las primeras películas en cinemascope, como “Horizontes de Grandeza” con Gregory Peck , Charlton Heston y Burl Ives.
Ir al cine para mí, no era frecuente. Con los amigos del barrio juntábamos bronce, cobre y plomo, para canjearlo en la almacén del “Quique” Carrera en la esquina de Morquio y Santiago Vazquez (hoy 25 de agosto). Era la única forma de poder comprar entradas para el cine muy de cuando en cuando.
Por eso, cuando Enrique y “El Pelusa” que vivían en el campo, venían a la ciudad, para mí era una fiesta.
Mamá me dejaba salir con ellos con una sola condición: al regreso – nunca después de la una de la madrugada – ir al mercado de calle Arrospide y Eusebio Piriz, para estar entre los primeros 10 lugares de la larga cola que se hacía noche a noche y que casi siempre se extendía, doblando la vieja “París Londres” por calle Batlle. Era la única manera de poder comprar cabeza de vaca, cuajo o la clásica pata, con la que tantos sabrosos pucheros cocinó la vieja, en tiempos en que el valor de la carne era prohibitivo en un hogar donde el único ingreso era el de ella, como limpiadora de la Intendencia.
Por eso, era para mí una obligación estar entre los primeros en la cola del mercado. Además, mamá era dura, se hacía respetar a chancletazo limpio.
Aquel 22 de mayo de 1967, después de ir al cine, acompañé a mis amigos hasta la esquina de “El Grillo” en 18 de Julio y De Herrera, donde comimos unos panchos y les puse al tanto en una serie de hechos ocurridos por esos días, especialmente unos robos y rapiñas, poco comunes por entonces.
Después nos separamos; ellos a dormir y yo…a la cola del mercado.
Estaba fría la noche. Miré el reloj. Faltaban pocos minutos para la una. Una tenue niebla comenzaba a aparecer y las calles estaban más solitarias que nunca.
Cuando estaba por terminar de cruzar la plaza Independencia, me pareció sentir pasos sobre las chapas del techo de la Tienda París Londres. Y me asusté. Pensé que podrían ser los ladrones sobre los que habíamos estado conversando minutos antes. Crucé por Eusebio Píriz hacia la otra acera, rumbo a Arrospide, pero los ruidos seguían y yo…aceleraba el paso, sin mirar, asustado, deseando llegar a la esquina y doblar hacia casa. El mercado, que esperara; además era temprano y nadie había haciendo cola.
Pero el miedo no impidió la curiosidad juvenil. Doblé, caminé cuatro o cinco pasos y volví. Lentamente, pegado a la pared, me asomé y miré hacia la tienda.
Me pareció ver humo sobre el techo, allí donde unían la Iglesia y Paris Londres. No eran ladrones… pero el susto seguía. Convencido de que estaba descubriendo un incendio, corrí desesperadamente hasta la Seccional 1ª.
Al “Chuco” Zarza que estaba parado en la esquina de la Comisaría, le debe haber llamado la atención ver correr hacia él a aquel muchacho y salió a mi encuentro. “Que pasa botija” me preguntó. Se está quemando la Iglesia le contesté casi tartamudeando. Zarza pegó unos gritos y en un momento se llenó de uniformes azules el patrullero verde que pasó a toda marcha junto a mi nueva carrera de retorno al lugar de los hechos.
Ni hablar que me olvidé de la cola del mercado.
A los pocos minutos estaba entreverado con los policías, despertando a los Padres Silva y Villanueva que dormían plácidamente sin darse cuenta de nada, e incluso, llegué a ser uno más en el pasa mano con baldes de agua, intentando lo imposible: apagar un fuego incontrolable que ya había hecho brazas una de las sacristías.
Después vinieron los bomberos y se encargaron de la situación, mientras evacuábamos la casa de Don Pérez (papá de Gladys) que lindaba con la Iglesia y la tienda. Cruzamos todas sus pertenencias hasta el garaje de Antonio Cabanas.
El lugar se fue llenando de gente de todos lados, atraídos por las llamas que a esa altura, iluminaban toda la ciudad y por las sirenas de los coche-bombas.
No pensé nunca en la cola del mercado.
Desde la acera de la Plaza, donde se fueron depositando los bancos y otros muebles que pudieron salvarse, pasé a ser un espectador más entre cientos de vecinos, en aquella madrugada de mayo donde la tenue niebla dibujaba ahora figuras fantasmales ente el humo y el fuego. Y testigo también de la lucha de los bomberos. Si bien llegaron unidades de otras ciudades cercanas, la labor de los hombres de fuego comandados por Feijó, fue impresionante.
Cuando cerca de las seis de la mañana doblé por Arrospide hacia mi casa ubicada tres cuadras más abajo, ya ni cola quedaba en la esquina del mercado. Y fui entonces “aprontando el lomo”.
Golpeé más tímidamente que nunca la ventana del dormitorio de mamá. Esta vez me abrió y se quedó junto a la puerta. Era una señal inequívoca que el elemento de castigo estaba en su mano escondida.
Pero no le di tiempo.
Descargué sin pausas, casi sin respirar, como una cascada, todo lo que había pasado, todo lo que había visto, todo lo que había hecho.
Me pinté como un verdadero héroe.
Con ello, no solo evité la paliza. Ese mediodía, comimos la mejor carne..!
Jesús Carlos Correa