Por Carlos Fariello.

Un saco marrón dos talles mayores que él, con los bordes de los mangas algo raídos.

Una camisa de cuadritos y un pantalón gris levantado por encima del ombligo, que al final dejaba ver sus medias, terminando la figura en un par de zapatos negros algo desteñidos.

Siempre verborrágico, de conversación ruidosa y mirada atractiva donde sus ojos claros buscaban cierta complicidad con el otro a modo de empatía.

Joshé bajaba por Eusebio Piriz todas las mañanas en su salida diaria de ventas por la ciudad.

Un viejo portafolios de cuero y un par de cajas de cartón eran todo su stock ambulante.

Analgésicos, agujas, alfileres, elástico, puntilla, sedalinas de todos los colores, etc

Mi primera imagen de un judío fue esa, la del vendedor de hablar atravesado pero conocedor de la viveza criolla y las triquiñuelas del vender, eso que hoy se denomina marketing.

Joshé, llegado de un pequeño pueblo de Ucrania, con su destino a cuesta, había ido a parar a Durazno.

Siempre fue vendedor. Apasionado por los pingos frecuentaba el local de apuestas del Jockey Club, también jugaba a las cartas.

¡A veces, contaba mal exprofeso para poner nervioso a los contrarios y soltaba el grito de “truqui!” cuando en realidad no le alcanzaban los puntos.

Se llamaba José Mijailovich, y también le decían el ruso.

 

Fotografía: Jorge Nogueira