El ómnibus avanzaba a marcha moderada por la carretera de tierra, sorteando los pozos a los que el chofer conocía de memoria, pero que igual sorprendían a veces por su tamaño y porque en algunos tramos,  el suelo, se va descarnando de una manera peligrosa para las cubiertas de las ruedas.

No esperaba que en estas fechas, ya pasado agosto, hubiese tal cantidad de gente para ir a La Paloma, en el extremo del departamento de Durazno.

Son las cuatro de la tarde y lo que era un día espléndido de sol empieza a torcerse, ya que, sin previo aviso, las nubes van cubriendo el cielo y hace bastante frío. Nosotros, que hemos viajado en manga corta y pantalón corto, y con chanclas, los dedos se nos están poniendo mirando hacia arriba del frío que hace. Hay que abrigarse.

Mientras lo hago, miro al resto del pasaje. Una señora entradita en kilos, muestra que antes de salir pasó por la peluquería y sostiene como desconfiada unas bolsas del supermercado con el surtido para los próximos quince días. Unos asientos más adelante, dos paisanos, vestidos con sus mejores pilchas, conversan animadamente imaginándose lo que será la fiesta criolla que empezará al otro día muy tempranito.

Y en el último asiento, duerme Anselmo plácidamente para acortar el viaje. Su sombrero hace equilibrio sobre sus rodillas y en algún movimiento fuerte del ómnibus, sus manos enormes no lo dejan caer, brillando un anillo de oro que hace juego con uno de los integrantes de su dentadura superior.

Anselmo vive ahora en Durazno donde trabaja en un escritorio rural, pero nació y se crio en La Paloma. A su pueblo natal va todas las semanas a visitar a su madre y hermanos y regresa al otro día cuando este mismo coche emprenda el trayecto de regreso.

El viaje es largo, no por lo que marcan los kilómetros, sino por la marcha lenta que obliga el camino y las continuas paradas para subir a niños escolares, maestras, hombre y mujeres rurales, que tienen en este ómnibus, la única posibilidad de traslado.

Pero a pesar de ello y de que he hecho ese trayecto muchas veces, me apetecen los sonidos del campo y también los olores. Esquilas que suenan en la distancia, que anuncian la llegada del olor a primavera y que hacen que la tarde tormentosa y fría , traiga consigo olores de eucaliptos y pinos, fragancias de las mil y una flores que pueblan los jardines de las pequeñas casas que cruzamos a lo largo del recorrido.

Y como siempre me pasa, cuando falta poco para llegar, cuando muy cerca se recorta la silueta del Pueblo de La Paloma, me duermo.

Me despierta el soplido de la puerta del ómnibus que se abre. Me quedo sentado esperando que bajen los que vienen atrás. Las bolsas del surtido del supermercado hacen carambola en los respaldos de los asientos. Los paisanos se apuran como si el primer desafío con el bagual sea ya mismo y un sonido de espuelas de botas recién lustradas, se adueña de los pasillos.

Anselmo pasa a mi lado con el sombrero bien colocado en su cabeza y con una bota en sus manos.

Me llamó la atención. Le miro los pies y …va descalzo! Cuando salí del coche, Anselmo se había perdido tras una esquina y me dejó con la intriga.

La Paloma es un pueblito ubicado  en la zona noreste del departamento de Durazno, entre los arroyos de las Cañas y Sarandí, y sobre el camino que nace en la cuchilla de Ramírez y va hacia el cruce de balsas del  Paso de Oribe sobre el río Negro.

La edición de una publicación con textos y fotos, me llevó a visitarle, especialmente para tomar fotografías de “La Llorona”, una gruta que se mantiene permanentemente húmeda, con abundante vegetación de helechos.

Con material, que hoy la cámara digital permite almacenar mucho más económicamente que la fotografía de antes, llegué a la agencia del pueblo unos minutos previos para emprender el viaje de retorno.

Algunos escolares ya estaban con sus túnicas que indicaban que era viernes por sus “pedidos de lavado”. El olor a carne recién carneada emanaba de una bolsa grande de platillera blanca con un cartelito con el nombre del destinatario y “Retira en la Agencia”. Aceptamos unos mates del chofer y vimos llegar a Anselmo.

Con alpargatas coloradas recién compradas y la bota entre sus brazos. “Por qué lo de la bota Don?” atinó a preguntarle el conductor. El paisano miró para todos lados y casi en voz baja dijo “Es que cuando venía, sentí la necesidad de orinar y no quise distraerle para que parara. Hice en la bota y después la sacrifiqué tirándola por la ventana” . No habíamos terminado de esbozar una sonrisa cuando agregó: “Si llega a verla en el camino, le agradecería me la recupere…”.

Media hora más tarde marchábamos de regreso entre los mismos pozos y más tierra que a la venida. Sentado a la izquierda del ómnibus, repasé los mismos paisajes del día anterior. De pronto, contra la banquina, una bota desafiaba boca abierta al sol que venía despejando la tormenta.

Miré al Chofer. Miramos al asiento de Anselmo. Ya estaba dormido, con su sombrero en una mano y la bota en la otra.

El ómnibus no aminoró su marcha…

*Del libro “Con el río en el alma” – Cuentos y poesías.