En tibios gorjeos de gorriones despierta la mañana, y el patio se ilumina de nuevos colores nacientes.

Las orquídeas de párpados violáceos y pupilas amarillas hacen nido entre las pencas. Sus finos brazos verdes se entrelazan al tronco de la palmera. Siento la fortaleza de la piedra en los postes que sostienen el parral, su aspereza muda y gris, cortada por la mano del hombre a maceta, punta y barreno.

Desenterrada de arcaicos sueños, desde una pétrea ladera dormida entre las sierras, percibo en mi piel la frescura de las enmarañadas hojas verdes, y en el aire efluvios a racimos de uvas negras. Cruzo los cristalinos espejos de la naturaleza en mi patio, y me concibo libre y protegido, rodeado en lozanía de amigable pureza.

Altivas flores blancas de nardos y gardenias, engalanan el jardín de la abuela. Los jazmines de pétalos tersos y afables aromas perfuman mi cándida infancia.

Las abejas danzan en translúcidos aleteos sobre los azahares del limonero.

En el centro del patio hay un aljibe con el que converso a solas en la hora de la siesta. Le pregunto cosas que no entiendo y me responde con las mismas preguntas.

Y le grito, y me grita. Y me callo, y se calla.

Entre dos horquetas de la higuera calcé una tabla, y así de fácil armé mi atalaya solariega. Compartí los dulces higos con el galante zorzal y los cardenales azules. ¡Qué embeleso mirar desde lo alto, el patio y el suelo, y ser parte de su fronda altanera!

Hoy los años han pasado, y añoro ese patio que fue arrebujo de mi infancia en las faldas de mi abuela, su delantal fue fruto, y su cariño, anhelo. Ese patio, que fue semilla de enseñanza por los laboriosos brazos del abuelo. El patio del fondo fue en mí bálsamo de ausencias asumidas, oquedad latente de silencios y vacíos.

Hoy es cofre de gratos recuerdos, ese patio de abuelos dadivosos, que fue cobijo, alegría, y fue consuelo.

Ricardo Pérez da Costa