Nadie quiere llegar tarde. Es una locura en la  casa. Todos sonríen y lloran alternativamente, porque los niños empiezan un nuevo año escolar. A los padres se les infla el pecho de emoción cuando sus pequeños salen corriendo en dirección a los otros niños y se toman un segundo para mirar hacia atrás y decirle adiós con un gesto de la mano aunque segundos antes les hubieran dado un beso largo…largo…enorme.

Para nosotros, los abuelos, también es un día especial que disfrutamos a nuestra manera, quizás más hacia adentro pero no por ello con menos emoción.

Ir a la escuela es dejar de ser “pequeños” para convertirnos en “niños grandes”. Allí comenzamos a forjar nuestro ser social.

Cuando les vemos encaminarse al salón, recordamos a nuestras maestras y a sus enseñanzas. Y nos parece que nosotros también nos sentamos en el banco, frente al pizarrón, con los cuadernos intactos.

Ahí las cosas cambian. Los sueños que hemos cultivado desde la infancia echan raíces en los pequeños que son las ramas de un árbol que todos en la familia cuidamos.

De los niños que fuimos, apenas quedan rastros en los rostros. Pero en todas las aulas, cada inicio de curso, para cada uno de nosotros,  se siente como el primer día de clases.

Y vendrán los “Deberes” en los que prometemos no entrometernos…

Por Jesús Correa